Hace muchos años, había un búho
cuyo trabajo era teñir. Todos los otros pájaros iban a su árbol
para que les tiñera las plumas de colores increíbles y preciosos.
Los flamencos rosas y los ibis naranjas eran ejemplos de lo bien que
teñía las plumas el búho. Su trabajo les tenía contentos a todos.
¿A todos? No, el cuervo ser reía de ellos y presumía de su plumaje
blanco diciendo que nunca visitaría al búho porque no lo
necesitaba. Pero en el fondo, deseaba los colores que el búho
pintaba.
Hasta que un día, no pudo más y
se posó en la rama del árbol donde vivía el búho y le ordenó:
- Quiero que tiñas mis plumas.
Pero quiero que sean del color más raro que exista, aquel que nunca
hayas usado en otra ave. Quiero ser único.
El búho pensó y pensó, hasta
que encontró el color apropiado. El negro. Cuando acabó de teñirle
las plumas exclamó:
- He hecho lo que me has pedido.
Ahora eres único. Tal como me has pedido, llevas un color distinto
al de cualquier otro pájaro. Espero que te guste.
Cuando el cuervo voló hasta un
río y se vio reflejado no se lo podía creer. Todas sus plumas eran
negras, como si se hubiera revolcado en hollín. Pero ya era
demasiado tarde, no se lo podía quitar y se tuvo que resignar. Y es
por eso que a partir de ése momento todos los cuervos fueron negros.
Pero los cuervos nunca perdonaron
al búho. Si veían alguno durante el día, se echaban encima de él
y lo picoteaban y lo arañaban. Los búhos, muertos de miedo, se
reunieron encima de un gran cerezo. Ahí decidieron que se
esconderían durante el día durmiendo y saldrían por la noche,
cuando se fueran a dormir los cuervos, a comer y a hacer su vida. Con
el tiempo se acostumbraron y no fueron atacados nunca más.
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