El cuento trata de un tal Sr. Noy, un granjero muy apreciado, que
vivía cerca de Selena Moor y que una noche fue a una posada cercana
para encargar bebida para la fiesta de la cosecha que iba a
celebrarse al día siguiente. Partió de la posada, pero no llegó a
su casa. Le buscaron durante tres días, hasta que finalmente, al
pasar a menos de media milla de su casa, oyeron a unos perros que
aullaban y un caballo que relinchaba. Atravesaron el traidor terreno
pantanoso del páramo y encontraron un bosquecillo en el que estaba
atado el caballo del Sr. Noy, con los perros a su lado. El caballo se
había alimentado bien con la rica hierba, pero los perros estaban
muy flacos. El caballo les guió hasta un granero en ruinas y allí
encontraron al Sr. Noy profundamente dormido. Este se sorprendió al
ver que ya era de día, y estaba muy aturdido y confuso, pero
finalmente lograron que les contara lo sucedido. Había tomado un
corto atajo a través del páramo, pero se había perdido y había
recorrido -según creía- muchas millas por una región desconocida
para él, hasta que, a lo lejos, vio luces y oyó música. Se dirigió
deprisa hacia aquel lugar, pensando que por fin había encontrado una
granja, en la que tal vez estaban celebrando la cena de una fiesta de
la cosecha. Su caballo y sus perros se hicieron atrás y no quisieron
ir con él, por lo que el hombre ató el caballo a un espino y siguió
su camino a través de un huerto bellísimo hasta llegar a una casa,
en cuyo exterior vio a centenares de personas bailando o bebiendo
sentadas a las mesas. Todas iban ricamente vestidas, pero le
parecieron muy pequeñas, y sus bancos, mesas y copas también lo
eran. Cerca de él se hallaba una muchacha vestida de blanco, más
alta que el resto, que tocaba una especie de pandereta. Las tonadas
eran vivaces, y los danzantes eran los más ágiles que el Sr. Noy
hubiera visto nunca. Al poco rato la muchacha dio la pandereta a un
anciano que estaba cerca y entró en la casa a buscar una jarra de
«ale» para los reunidos. El Sr. Noy, al que le encantaba bailar y
que con mucho gusto habría tomado un trago, se acercó a la esquina
de la casa, pero la muchacha le miró a los ojos y le indicó que no
se moviera. Cambió unas pocas palabras con el anciano de la
pandereta y luego se dirigió hacia él.
«Sigúeme al huerto»
-dijo.
La muchacha le precedió hasta un lugar resguardado, y
allí, a la tranquila luz de las
estrellas, lejos del resplandor
de las velas, el Sr. Noy reconoció en ella a Grace Hutchens, que
había sido su enamorada durante mucho tiempo, pero que había
muerto, o esto creían todos, hacía tres o cuatro años.
«Da
gracias al cielo, querido William» -dijo ella- «de que estaba
alerta para detenerte, de lo contrario ahora te encontrarías en el
estado de la gente pequeña, como lo estoy yo, ¡pobre de mí!»
El
la habría besado, pero la muchacha le previno ansiosamente de que no
la tocara, y de que no comiera ninguna fruta ni arrancara ninguna
flor si deseaba volver algún día a su casa.
«Pues comer una
ciruela tentadora en este huerto encantado fue lo que me perdió»
-dijo ella-. «Puede parecerte extraño, pero por mi amor hacia ti me
encuentro ahora en este estado. La gente creyó, y así lo parecía,
que me encontraron muerta en el páramo; pero lo que enterraron en mi
lugar sólo era un cuerpo cambiado o falso, nunca el mío, debo
creerlo, pues me parece que me siento exactamente igual que cuando
vivía para ser tu enamorada.»
Mientras hablaba, varias voces
chillaron: «¡Grace, Grace, tráenos más cerveza y sidra, rápido,
rápido!»
«Sigúeme al jardín y quédate allí, detrás de la casa;
asegúrate de que no te vean, y no toques ninguna fruta ni ninguna
flor por nada del mundo.»
El Sr. Noy le rogó que le trajera
también un vaso de sidra, pero ella le dijo que no lo haría por
nada del mundo; y pronto regresó y le condujo a un paseo emparrado
en el que florecían toda clase de flores, y le contó cómo había
llegado allí. Un atardecer se hallaba en el Páramo de Selena
buscando una oveja perdida cuando, de pronto, oyó al Sr. Noy dando
gritos a sus perros. Deseosa de verle, tomó un atajo para dirigirse
hacia él, y entonces se encontró perdida en un lugar en que los
heléchos eran más altos que ella. Vagó durante horas hasta que
llegó a un huerto en el que sonaba música, pero aunque la música a
veces estaba muy cerca, no pudo salir del huerto, sino que fue dando
vueltas como si estuviese extraviada por los pixies. Finalmente,
agotada y muerta de hambre y de sed, arrancó una hermosa ciruela
dorada de uno de los árboles y empezó a comerla. La ciruela se
disolvió en agua amarga dentro de su boca, y ella cayó al suelo
desvanecida. Cuando volvió en sí, se encontró rodeada por una
multitud de gente pequeña, que reía y se alegraba de haber
conseguido una muchacha aseada que les hiciera el pan y la cerveza y
que cuidara de sus bebés mortales, que no eran tan fuertes, decían,
como solían serlo en los viejos tiempos.
La muchacha dijo que la
vida de aquellos seres parecía artificial y falsa. «Tienen pocas
sensaciones o sentimientos; lo que en cierto modo les sirve de tales
es tan sólo el recuerdo de lo que les gustaba cuando vivían como
mortales -hace tal vez cientos de años-. Lo que parecen rojas
manzanas y frutos deliciosos no son más que endrinas, marzoletas y
moras.»
El Sr. Noy le preguntó si nacían niños feéricos, y
ella contestó que sólo de vez en cuando nacía alguno y entonces
había un gran regocijo -todo hombrecito, por viejo y marchito que
fuera, se enorgullecía de que le creyeran el padre de la criatura.
«Pues debes recordar que ellos no son de nuestra religión» -dijo
la muchacha en respuesta a su mirada de asombro-, «sino adoradores
de las estrellas. No viven siempre juntos como los cristianos y las
tórtolas; teniendo en cuenta su larga existencia, semejante
constancia sería aburrida para ellos; sea como fuere, la pequeña
tribu parece creerlo así».
Grace también le dijo que ahora
estaba más contenta con su situación, ya que podía adoptar la
forma de un pajarito y revolotear alrededor del Sr. Noy.
Cuando
volvieron a llamarla, el Sr. Noy pensó que tal vez tenía una manera
de salvarse a sí mismo y a la muchacha. Se sacó los guantes del
bolsillo, los volvió del revés y los arrojó en medio de las hadas.
Inmediatamente todo desapareció, incluso Grace, y él se encontró
solo en el granero ruinoso. Algo pareció golpearle en la cabeza, y
cayó al suelo.
Como muchos otros visitantes del País de las
Hadas, el Sr. Noy languideció y perdió todo interés por la vida
tras su aventura.
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