Hace mucho tiempo, vivían
solos en una lejana montaña el cazador Mosaku y su hijo Minokichi.
Mosaku era viudo, su esposa había fallecido años atrás, cuando
Minokichi era aún un niño. En invierno, padre e hijo salían
diariamente a cazar zorros, ciervos y osos, para vender sus pieles en
la ciudad.
Cierta mañana, muy de madrugada, Mosaku y Minokichi salieron al
monte, pero no lograron cazar ninguna pieza. No perdieron la
esperanza y siguieron recorriendo el monte hasta que se hizo de
noche, en ese momento empezó a nevar intensamente, con un viento tan
frío e intenso que les impedía tenerse en pie. A duras penas
lograron guarecerse en un pequeño refugio cercano. En la modesta
cabaña pudieron encender fuego, calentarse y reponer fuerzas.
Mientras comían, hablaron de diversos temas, hasta que en cierto
momento el padre dijo:
- Minokichi, hijo mío, yo soy viejo y tú tienes ya 20 años, y
desde que murió tu madre estamos muy solos y necesitamos una mujer
en casa. Deberías empezar a pensar en casarte.
Pero su hijo no le escuchaba, porque se había recostado junto al
fuego y ya dormía profundamente. En vista de aquello, el padre
también acabó por dormirse al cabo de no mucho tiempo, mientras
fuera la tempestad de nieve seguía sin cesar.
En mitad de la noche, el fuerte ruido de la ventisca despertó a
Minokichi, que al levantarse comprobó que el fuego se había
apagado. Se disponía a ir a por más leña para encenderlo de nuevo,
cuando de pronto vio de pie junto a la puerta a una hermosa mujer de
tez blanquísima y mirada glacial, que vestía un blanco kimono y
enmarcaba su rostro por largos cabellos negros. Cuando quiso
preguntarle quién era y de dónde venía, Minokichi comprobó
horrorizado que no le salía la voz, como si una gran piedra le
oprimiera el pecho, y que no podía moverse.
La misteriosa mujer entró en la cabaña, se acercó a Mosaku, que
seguía durmiendo, se inclinó sobre él y le sopló un aire helado
que le fue congelando lentamente hasta dejarle sin vida. Minokichi,
entonces, recobró las fuerzas y logró gritar pidiendo auxilio.
-¡Socorroooo! ¡La Mujer de las Nieves! ¡Auxilio, que alguien me
ayude!
Entonces, la Mujer de las Nieves le dijo a Minokichi, mirándole
fijamente:
- A ti, por esta vez, te perdono la vida, porque aún eres muy
joven y tienes muchas cosas por vivir. Pero te lo advierto: no le
cuentes a nadie lo que acabas de ver, porque si lo haces, te mataré.
- De acuerdo – contestó el aterrado joven -, prometo no
contárselo a nadie.
Tras lo cual, la bella y misteriosa mujer desapareció dejando un
torbellino de nieve a su paso.
A la mañana siguiente, Minokichi trasladó el cuerpo sin vida de
su padre. Todo el pueblo acudió a los funerales, y Minokichi se
sintió muy feliz por ser consolado por todas aquellas humildes
gentes. Sin embargo, se sentía culpable de lo que había pasado, por
haber dejado negligentemente que se apagara el fuego del hogar en una
noche tan fría como aquella. El joven estaba acostumbrado a vivir
con su padre, por eso se sintió muy solo y triste al tener que
seguir adelante sin él.
Pasó el tiempo, y cierto día de tormenta, alguien llamó a la
puerta de Minokichi. Al abrir, vio que se trataba de una bellísima
muchacha, empapada y aterida de frío, que afirmó llamarse Yuki y
que le rogó que por favor le permitiera pasar allí la noche, porque
iba de camino a la capital y se había perdido por culpa de la
lluvia. Al principio, Minokichi no lo veía claro, porque no disponía
de una cama que ofrecerle y tampoco tenía nada de comer. Pero la
muchacha insistió en que le permitiera quedarse.
- No me importa comer poco o nada, y dormiré en el suelo. Pero
por favor, déjame quedarme solamente por esta noche.
Tal era la insistencia de Yuki, que Minokichi accedió a dejarle
pasar la noche allí. Naturalmente, Minokichi no tardó en quedarse
prendado de la hermosa y dulce muchacha, y le pidió por favor que se
casara con él.
Así lo hicieron. Tuvieron muchos hijos y fueron felices durante
muchos años. Minokichi estaba muy feliz y orgulloso de su esposa,
pero había algo en ella que le extrañaba. Yuki no salía nunca de
casa en los días de buen tiempo o de sol. Pero en cuanto oscurecía,
salía fuera con sus hijos para jugar y cantar con ellos.
Pasaron varios años. Cierta noche, Yuki estaba zurciendo un
kimono, mientras fuera caía una nevada terrible, con un fuerte
viento que hacía temblar la destartalada casa. Minokichi estaba
recostado, contemplando a su esposa ensimismada en su labor. De
pronto, le dijo:
- Mi querida Yuki. No pareces envejecer nunca, sigues tan guapa
como el día que nos conocimos.
- Qué va, eso es lo que te parece a ti – dijo ella,
sonrojándose.
- ¿Sabes? Acabo de acordarme de una cosa. Cuando era joven, una
vez vi a una mujer tan guapa como tú, que además se te parecía
muchísimo.
Yuki dejó el kimono y escuchó con mucha atención.
- Yo tenía veinte años entonces, y recuerdo que había salido a
cazar con mi padre cuando nos sorprendió una tormenta de nieve como
la que está cayendo esta noche. Nos resguardamos en un refugio, y
entonces, aquella misma noche, vi a esa mujer, la Mujer de las
Nieves.
En ese momento, la expresión de Yuki cambió. Su rostro se volvió
pálido y su mirada fría. Se levantó y dijo a Minokichi:
- ¡Me prometiste que no se lo contarías a nadie! ¡Has roto tu
promesa!
- ¡Eres tú! – exclamó entonces Minokichi, aterrorizado. –
¡Tú eres la Mujer de las Nieves!
- Sí, soy yo – contestó ella -. Y como has roto tu promesa, ya
no puedo seguir existiendo en forma humana. ¡Qué lástima! Yo
quería haber vivido contigo para siempre, pero ya no va a ser
posible.
Mientras hablaba, Yuki ya se había convertido por completo en la
Mujer de las Nieves y estaba de pie junto a la puerta.
- Te dije que te mataría si revelabas el secreto – prosiguió
-, pero no puedo hacerlo. No quiero que nuestros hijos, que aún son
pequeños, se queden huérfanos sin que nadie pueda cuidar de ellos.
No te daré muerte hoy, pero no volverás a verme nunca más. Espero
que nunca hagas mal a nuestros hijos o volveré a cumplir mi promesa!
Adiós esposo!
Y, dejando tras de sí un torbellino de nieve, Yuki desapareció
entre la ventisca.
- ¡Yuki, espera! ¡No te vayas! – gritó Minokichi.
- ¿Adónde vas, mamá? – lloriquearon los niños, que se habían
despertado y se habían asomado al exterior. Sus voces se
confundieron en medio del fuerte viento, mientras ella se alejaba
para no volver jamás mientras el viento confundía sus lamentos.
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