Imaginaos una época, hace muchos, muchísimos años, cuando no
existían en el mundo ni la desdicha, ni la enfermedad, ni el rencor.
Una época en que nadie se lastimaba nunca, ni envejecía
demasiado. Y puesto que nadie envidiaba a su vecino, no había
peleas, ni guerras, ni muertes. Una época en que reinaba la
abundancia para todos y no existía la codicia.
Los matrimonios no se peleaban nunca. Por este motivo, a Pandora y
Epimeteo les encantaba estar siempre juntos, bailando, divirtiéndose,
jugando y durmiendo al sol de una primavera que duraba todo el año.
Una persona poco amable hubiera dicho que Pandora era una mujer
consentida. Pero nadie era tan poco amable para decir semejante cosa,
y Epimeteo gozaba colmándola de regalos. Cada día le llevaba un
vestido nuevo, o unas sandalias, o joyas, o una estatua para el
jardín.
La búsqueda de obsequios para su esposa le llevaba cada vez más
lejos de su casa. Cuando se quedaba sola, Pandora se paseaba por las
habitaciones de su soleada mansión.
Un día Epimeteo llegó a casa con un objeto grande y cuadrado,
envuelto en un paño. Era una vieja y polvorienta caja, asegurada con
unos cierres y una cuerda dorada.
—¿Qué es esto? —preguntó Pandora, riendo y bailando en
torno a la caja—. ¿Es un regalo para mí?
—No, Pandora —contestó su esposo con firmeza—. Esta caja me
ha sido confiada por el dios Mercurio para que la tenga a buen
recaudo. Me advirtió que si alguna vez la abría, iba a lamentarlo,
y yo le prometí que, pasara lo que pasara, jamás la abriría.
—Déjame que mire dentro. ¡Sólo un instante!
—¡No, Pandora! No nos pertenece. Debemos respetar los deseos de
Mercurio. No la toques.
Al día siguiente, cuando salió Epimeteo, Pandora se puso a
pensar en la caja. Sus pasos la llevaban una y otra vez a ella, hasta
que no pudo resistir que sus dedos se acercaran a aquellos
polvorientos cierres, a aquella cuerda dorada de la caja.
"Me pregunto qué habrá dentro", pensaba. "Creo
que Epimeteo bromeaba acerca de lo que le dijo Mercurio. Al fin y al
cabo, es un regalo para mí. Además, la promesa la hizo él, no yo.
No va a pasar nada porque mire en su interior un momento." Sus
dedos comenzaron a desatar el nudo de la cuerda, pero se detuvo a
tiempo.
Entonces decidió distraerse realizando pequeñas tareas por la
casa. Mas por la tarde ya no podía dominar su impaciencia.
Desató la cuerda y levantó los cierres.
Inmediatamente brotó de la caja un pequeño murmullo, como el
aleteo de una mariposa contra el cristal de una ventana.
—¡Pero si parece un animalito! ¡Oh, no puedo dejarlo encerrado
ahí dentro!
Pandora abrió por fin la caja.
Ante su mirada impaciente apareció un tarro, sellado con cera y
cubierto de polvo. De su interior provenían unos sonidos que cada
vez se hacían más fuertes.
"Si rompo el sello", pensó, "Epimeteo sabrá que
he abierto la caja". Así pues, cerró la caja nuevamente y
trató de no pensar más en ella.
Pero..., ¡cómo deseaba saber lo que había dentro de aquel
tarro! Sus miradas a la caja y sus pasos inquietos delataban su
nerviosismo. De pronto, como en un sueño, se encontró junto a la
caja abierta, limpiando el polvo del misterioso tarro.
—¡Pandora! ¡Pandora! ¡Por favor, déjanos salir! —gemía un
coro de vocecillas dentro del tarro.
Pandora ardía de curiosidad. Se mordió los labios.
—Pero no debo, ¡no debo! Mi esposo dijo que...
—¡Y qué sabe Epimeteo! ¡Por favor, por favor, déjanos salir!
El mundo nos necesita. ¡El mundo no está completo sin nosotros!
La tentación era demasiado poderosa y Pandora no supo resistirse
a ella. Rápidamente, retiró el sello de cera.
El tapón salió disparado, impelido por una horrible avispa
negra. Su aguijón derramaba veneno. En su zumbido había la palabra
Muerte.
Le siguió otro insecto de alas membranosas y ojos saltones,
murmurando Temor. Luego salió del tarro una sabandija, y su rastro
de baba trazó en el suelo la palabra Enfermedad.
Un mosquito, del color de la escarcha, salió volando por la
ventana y agostó el jardín, convirtiendo flores y césped en
espinas y cizaña, pulgones y orugas. Su plañido parecía decir
¡Hambre! Pandora trató desesperadamente de volver a colocar el
tapón, pero una avispa le picó en la muñeca y exclamó con aires
de victoria:
—¡Estúpida, ya no puedes detenernos! Somos las cosas perversas
que tu mundo jamás ha conocido; constituimos un presente de los
dioses, que envidian vuestra felicidad. ¡Yo soy la Vejez!
El tapón se volvió más y más pesado en manos de Pandora, hasta
el extremo de que no pudo sostenerlo y cayó al suelo; en el dorso de
su brazo aparecieron las arrugas y manchas propias de la vejez. Al
mirarse en un espejo de bronce vio su rostro arrugado y su cabello
salpicado de canas.
Una gélida ráfaga del Invierno se escapó del tarro y sopló
sobre ella haciéndola temblar de frío.
Con un último esfuerzo, Pandora logró meter de nuevo el tapón y
cerró la tapa de la caja, pero antes habían escapado ya del tarro
la Inquietud, la Ira y los Celos, que bajaron por el sendero y se
posaron sobre la cabeza de Epimeteo en el preciso instante en que
éste llegaba a casa.
Epimeteo obligó a su mujer a ponerse en pie y la abofeteó.
—¡Malvada! ¡Eres desobediente, estúpida y egoísta! —gritó
furioso—. Te dije que no debías abrir la caja. ¿Por qué no haces
lo que te mandan?
Y Pandora, que no había conocido en su vida un trato tan duro,
sintió que por primera vez se le llenaban los ojos de lágrimas.
También la Desdicha se había escapado del tarro.
En la calle se escuchó un tremendo ruido de peleas y llantos
terroríficos. Todo aquel hermoso mundo parecía haberse vuelto
horrible, feo y malvado.
Entonces Pandora oyó una diminuta voz que provenía del interior
del tarro:
—¡Pandora! ¡Pandora! ¡No me dejes aquí sola! ¡El mundo me
necesita! ¡El mundo no está completo sin mí!
—¡No volveréis a engañarme! —sollozó Pandora, arrojándose
sobre la tapa de la caja.
—Pero es que yo puedo ayudarte. ¡Déjame salir! ¡Por favor,
déjame salir!
La vocecilla sonaba casi tan lastimera como la de la propia
Pandora. Por fin, ésta rogó a Epimeteo que se hiciera a un lado,
abrió la tapa de la caja y destapó el tarro.
De éste salió volando una frágil y diminuta criatura blanca,
parecida a una polilla. Al posarse sobre el rostro de Pandora, ésta
se sintió más animada y preguntó:
—¿Qué clase de linda y perversa criatura eres tú?
—Yo soy la Esperanza —murmuró la pequeña y alada criatura, y
se alejó volando para plantarles cara a todos aquellos males
horrendos.
La esperanza llevó al helado jardín la promesa de la primavera y
enjugó muchas de las lágrimas del mundo. Al partir, rozó la
mejilla de Epimeteo.
De rodillas, Pandora le preguntó a través de sus lágrimas:
—¿Podrá el mundo perdonarme alguna vez?
Su esposo la miró largo rato y sonrió.
—Eso espero —dijo suavemente—. Eso espero.
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