Orfeo era rey de Tracyens y su reina era la Señora Meroudys. Un
primero de mayo, la Reina Meroudys fue con tres de sus damas a un
huerto para recrearse y se quedó dormida bajo un árbol injertado,
un manzano, que siempre se ha considerado mágico. Sus damas no
quisieron despertarla y la dejaron dormir hasta la hora del
crepúsculo. De pronto se despertó con un sobresalto, llorando y
gimiendo, y empezó a arañarse las mejillas y a rasgarse las ropas.
Las damas se asustaron y corrieron a buscar a todos los caballeros y
damas para que las ayudaran. Llevaron a la reina a su habitación, y
el Rey Orfeo le rogó que le contara qué sucedía. Al principio la
reina lloró y gimió y forcejeó, algo muy extraño en ella, que
siempre había sido amable, tranquila y feliz, pero finalmente habló
y contó al rey lo que le había sucedido. Estaba durmiendo bajo el
árbol injertado cuando, de pronto, se le acercó montado en su
corcel un caballero noblemente ataviado que le dijo que fuera con él
a visitar a su señor, el Rey de las Hadas. Ella contestó que no se
atrevía y que no iría. Entonces apareció el propio rey, la subió
a su caballo y se la llevó a un noble palacio situado en un hermoso
país. El rey enseñó todas las cosas a la reina y luego la devolvió
al manzano; pero antes de irse le dijo que debía estar allí al día
siguiente a la hora del crepúsculo dispuesta a partir con él y que,
si se resistía, la despedazaría y se la llevaría igualmente. Orfeo
dijo que iría con ella y la protegería. Así pues, al día
siguiente, a la
hora del crepúsculo, estaba con ella junto con
todo su ejército, que rodeaba el árbol formando un grueso muro.
Apareció la hueste del rey de las hadas y empezó el combate, pero,
de pronto, Meroudys desapareció del centro mismo del círculo, y
nadie pudo encontrarla. Orfeo parecía un hombre enloquecido, y,
cuando se vio que no aparecía rastro alguno de Meroudys, convocó a
sus nobles, nombró regente en su ausencia a su senescal y designó
un sucesor para el caso de que muriera. El rey se quitó las ropas y
la corona y, descalzo y vestido de harapos, partió hacia los
bosques. La única posesión que llevó consigo fue su arpa, pues era
el mejor arpista del mundo. Durante diez años vivió en soledad. Su
único refugio era un árbol hueco; su vestido, musgo, hierbas y sus
largos cabellos y barba; su comida, frutos silvestres en verano y
hojas y raíces en invierno. Pero, cuando llegaban los días cálidos,
se sentaba al sol y tocaba el arpa, de modo que todos los animales
salvajes acudían a su alrededor, amansados por su música, y los
pájaros llenaban todos los árboles. Un día oyó el sonido de unos
cuernos, y una tropa de caballeros feéricos pasó cabalgando junto a
él; poco después llegó un grupo de damas que cazaban con halcón,
y entre ellas vio a la señora Meroudys, y ella le vio a él y le
conoció, y no dijo nada, pero le saltaron las lágrimas al verle tan
delgado, hirsuto y harapiento, y tan quemado por el sol y por la
escarcha. Cuando las damas vieron que los dos se conocían, dieron la
vuelta y se llevaron a Meroudys, pero Orfeo fue tras ellas, corriendo
tan deprisa como sus caballos, y vio que entraban en una hendidura de
la roca. Las siguió a lo largo de una cueva larga y tortuosa, hasta
que salió a plena luz del día y vio ante sí una hermosa tierra con
un gran palacio que se levantaba a lo lejos, construido todo él con
cristal brillante y piedras preciosas, y hacia él se dirigió. Llamó
a la puerta del palacio resplandeciente, y cuando el portero abrió
hizo valer su derecho a entrar como juglar. En el interior de los
muros vio las formas levantadas de hombres muertos, algunos sin
cabeza, otros sin brazos, otros que habían sido estrangulados a
traición, todos los que parecían haber muerto antes de tiempo. Más
lejos, vio a hombres y mujeres dormidos en el crepúsculo, y entre
ellos a su esposa Me-roudys bajo el árbol injertado. Más allá
estaba el salón del trono real, y en el estrado estaban sentados el
rey y la reina en todo su esplendor, rodeados por una grande y rica
compañía. Orfeo se acercó al pie del trono y se arrodilló.
«Señor» -dijo-, «¿es tu voluntad escuchar mi música?» Orfeo
explicó sin miedo que él era un arpista y que el deber de todos los
que eran como él era ofrecer su música a los reyes y nobles, si
deseaban escucharla. El rey le dio permiso para tocar. Orfeo afinó
su arpa y empezó. Desde todas las habitaciones del palacio las HADAS
afluyeron al salón para escuchar y se sentaron a sus pies. Cuando
terminó, el rey le prometió concederle cualquier don que pidiera, y
él pidió la dama dormida bajo el árbol injertado.
«Haríais
mala pareja» -dijo el rey-, «pues tienes un aspecto salvaje, eres
hirsuto y flaco, y ella es bella y gentil. Sería abominable
entregártela».
«Sin embargo sería más abominable» -dijo
Orfeo- «que un gran rey rompiera una promesa hecha delante de todos
sus caballeros».
«Eres un hombre valiente» -dijo el rey con
admiración-. «Puedes llevártela.» Así pues, los dos se marcharon
del otro mundo con gran alegría. No hubo miradas hacia atrás ni
pérdidas; se fueron a su casa llenos de felicidad. Cuando llegaron a
Tracyens vieron que el senescal había sido fiel a la confianza
depositada en él. Fueron recibidos con gran alegría y pasaron el
resto de sus vidas con gran felicidad.
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