Hace tiempo vivía un hijo de
comerciante qué disipó toda su fortuna, llegando al extremo de no
poder comer. No tuvo otro recurso que coger una azada e ir al mercado
a esperar que alguien lo ajustase como jornalero. Y he aquí que un
comerciante que era único entre setecientos, por ser setecientas
veces más rico que ningún otro, acertó a pasar por allí en su
coche dorado, y apenas lo vieron los jornaleros que en el mercado
estaban, corrieron en todas direcciones a esconderse en los portales
y en las esquinas. Sólo quedó en la plaza el hijo del comerciante.
- ¿Quieres trabajar, mozo?
-preguntó el comerciante que era único entre setecientos. - Yo te
daré trabajo.
- Con mucho gusto, para eso he
venido al mercado.
- ¿Qué sueldo quieres ganar?
- Si me das cien rubios diarios,
trato hecho.
- ¡Es una suma excesiva!
- Si te parece mucho, búscate un
género más barato. La plaza estaba llena de gente y en cuanto has
llegado, todos han desaparecido.
- Bueno, convenido; mañana te
espero en el puerto.
Al día siguiente, a primera
hora, el hijo del comerciante se presentó en el puerto, donde ya lo
esperaba el comerciante único entre setecientos. Subieron a bordo de
una embarcación y pronto se hicieron a la mar. Navega que navegarás,
llegaron a la vista de una isla que se levantaba en medio del Océano.
Era una isla de altísimas montañas, en cuya costa algo resplandecía
como el fuego.
- ¿Es fuego eso que veo?
-preguntó el hijo del comerciante.
- No; es mi castillo de oro.
Se acercaron a la isla, se
acercaron a la costa. La mujer y la hija del comerciante único entre
setecientos salieron a recibirlos, y la hija era de una belleza que
ni la mente humana puede imaginar, ni en cuento alguno puede
describirse. Cuando se hubieron saludado, entraron al castillo con el
nuevo jornalero, se sentaron a la mesa y empezaron a comer, a beber y
a divertirse.
- Regocijémonos hoy -dijo el
huésped,- mañana trabajaremos
El hijo del comerciante era un
joven rubio, fuerte y majestuoso, de complexión colorada y agradable
aspecto, y se prendó de la hermosa doncella. Ésta se retiró a la
habitación contigua, llamó al joven en secreto y le entregó un
pedernal y un eslabón, diciendo:
- Toma, utiliza esto cuando te
hago falta.
Al día siguiente, el comerciante
que era único entre setecientos salió con su criado en dirección a
la montaña de oro. Sube que subirás, trepa que treparás, no
llegaban nunca a la cumbre.
- Bueno -dijo el comerciante,- ya
es hora de que echemos un trago.
Y el comerciante le ofreció un
narcótico. El jornalero bebió y se quedó dormido. El comerciante
sacó su cuchillo, mató el jamelgo que traía consigo, le arrancó
las entrañas, puso en el vientre al joven con su azadón, y después
de coser la herida, fue a esconderse entre las malezas.
Inmediatamente bajó volando una bandada de cuervos de acerados
picos, que cogieron al cadáver del animal y se lo llevaron a la
cumbre para cebarse en él a su gusto. Empezaron a mondarlo
hartándose de carne, hasta que hundieron los picos en el hijo del
comerciante. Éste se despertó, ahuyentó a los negros cuervos, miró
a todas partes y se preguntó:
- ¿Dónde estoy?
- En la montaña de oro -le
contestó el amo gritando desde abajo.- ¡Ea! ¡Coge tu azada y cava
oro!
El hijo del comerciante se puso a
cavar y a tirar oro montaña abajo. El comerciante lo cogía y lo
cargaba en los carros. Por la tarde había llenado nueve carros.
- Ya me bastará -gritó el
comerciante único entre setecientos.- Gracias por tu trabajo.
¡Adiós!
- ¿Y yo qué hago?
- Arréglate como puedas. Noventa
y nueve como tú han perecido en esta montaña. ¡Contigo serán
cien! -y esto diciendo, se alejó.
- No sé qué hacer -pensó el
hijo del comerciante.- Bajar de esta montaña es imposible.
Seguramente moriré de hambre.
No podía bajar de la montaña y
sobre su cabeza se cernía la bandada de cuervos de acerados picos,
oliendo su presa. Reflexionando estaba en su desventura, cuando
recordó que la hermosa doncella le había dado en secreto un eslabón
y un pedernal, aconsejándole que los utilizase cuando se viese en un
apuro. "Tal vez no me lo dijo en vano pensó. - Voy a probar".
Sacó el eslabón y el pedernal y al primer golpe que dio se le
aparecieron dos mancebos, hermosos como héroes.
- ¿Qué deseas? ¿Qué deseas?
-le preguntaron.
- Que me saquéis de la montaña
y me llevéis a la orilla del mar.
Apenas había hablado, lo
cogieron uno por cada brazo y lo bajaron suavemente de la montaña.
El hijo del comerciante caminaba por la orilla, cuando he aquí que
una embarcación pasó cerca de la isla.
- ¡Eh, buenos marineros,
llevadme con vosotros!
- No, hermano; no podernos
recogerte. Eso nos haría perder cien nudos.
Los marineros siguieron su ruta,
empezaron a soplar vientos contrarios y se desencadenó una espantosa
tempestad.
- ¡Ah! Bien se ve que no es un
hombre como nosotros. Sería mejor que volviésemos a recogerlo a
bordo.
Se acercaron a la costa, hicieron
subir al hijo del comerciante y lo llevaron a su ciudad natal. Algún
tiempo después, que no fue mucho ni poco, el hijo del comerciante
cogió el azadón y se fue a la plaza del mercado a ver si alguien lo
contrataba. De nuevo volvió a pasar el comerciante único entre
setecientos, en su coche de oro, y apenas lo vieron los jornaleros,
corrieron en todas direcciones a esconderse en los portales y en las
esquinas. Sólo quedó en la plaza el hijo del comerciante.
- ¿Quieres trabajar para mí?
-le preguntó el rico comerciante.
- Con mucho gusto. Dame
doscientos rublos diarios y trato hecho.
- ¿No es demasiado?
- Si lo encuentras caro busca un
jornalero más barato. Ya has visto cómo han echado a correr, al
verte, todos los que aquí estaban.
- Bueno, no se hable más; ven
mañana al puerto.
Al día siguiente se encontraron
en el puerto, subieron a la embarcación y se hicieron a la mar.
Pasaron aquel día comiendo y bebiendo y al día siguiente se
dirigieron a la montaña de oro. Al llegar allí, el rico comerciante
sacó una botella y dijo.
- Ya es hora de que bebamos.
- Espera -advirtió el criado.-
Tú, que eres el amo, debes beber el primero; deja que te obsequie
con mi vino.
Y el hijo del comerciante, que
había tenido la precaución de procurarse un narcótico, llenó un
vaso y se lo ofreció al comerciante, único entre setecientos. Éste
se lo bebió y se quedó dormido. El hijo del comerciante mató el
más viejo de los caballos, lo destripó, metió a su amo dentro con
la azada, cosió la herida y se ocultó entre la maleza.
Inmediatamente bajaron los cuervos de acerado pico, cogieron el
cadáver de la bestia, se lo llevaron a lo alto de la montaña y
empezaron a comer. El comerciante que era único entre setecientos,
despertó y miró a todos partes.
- ¿Dónde estoy? -preguntó.
- En la montaña de oro - gritó
el hijo del comerciante.- Coge la azada y cava oro; si arrancas
mucho, te enseñaré la manera de bajar.
El comerciante único entre
setecientos, cogió la azada y se puso a cavar y a cavar hasta que se
llenaron de oro veinte carros.
- Descansa, ya tengo bastante
-gritó el hijo del comerciante.- ¡Gracias por tu trabajo, y adiós!
- ¿Y yo qué hago?
- ¿Tú? Ya te arreglarás como
puedas. Noventa y nueve como tú han perecido en esta montaña.
Contigo serán cien.
Y esto dicho, el hijo del
comerciante se dirigió al castillo con los veinte carros, se casó
con la hermosa doncella, la hija del comerciante único entre
setecientos, y dueño de todas las riquezas que éste había
amontonado, fue a vivir a la ciudad con su familia. Pero el
comerciante único entre setecientos, se quedó en la montaña, donde
los cuervos de acerado pico mondaron sus huesos.
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