Era
una inocente criatura a quien Dios le concedió la vida, pero cuyos
irresponsables padres despreciaron por el único hecho de tener un
defecto físico: era jorobadito. Lo dejaron abandonado en el portón
de la iglesia de Notre Dame (de París), justo donde el prior del
convento lo halló, cuando apenas tenía pocos días de nacido.
“¡Virgen María! -Exclamó-, ¡quién ha osado abandonar a este
hijo de Dios!”. Lo atendió de inmediato y sólo después reparó
en la malformación que llevaba consigo. Luego, trataría de
entregarlo a una buena familia; pero todos, ricos y pobres, lo
rechazaban al ver su desigual apariencia. Con suma tristeza, el prior
entendió que muchos de los que se llamaban cristianos sólo lo
decían para ocultar su infame apariencia. Es así que decidió criar
al pequeño. Lo llamó Cuasimodo, guiándolo por la senda del Señor.
Creció feliz en el inmenso templo, sin tener contacto con la gente;
pues cuando trató de acercarlo a los demás, estos lo rechazaron
brutalmente: “¡Eres el demonio! -Le gritaban - ¡Fuera, abominable
monstruo!”. Dolido por la maldad destilada de aquellos, el prior
optó por llevarlo a lo alto del campanario; desde allí, Cuasimodo
observaba al mundo sin que nadie pudiera causarle daño.
Pasó
el tiempo, el prior envejeció y Cuasimodo se encargó del cuidado
del templo. Uno de esos días los visitó Esmeralda, la bella gitana
que danzaba en la plaza para ayudar a sus padres. Se hicieron amigos,
pues ella no fue reacia a la apariencia del buen Cuasimodo; quien, a
partir de entonces, disfrutó de su actuación desde lo alto del
campanario. Pero una tarde, los soldados rodearon a Esmeralda para
conducirla a la corte real. Allí, el vil monarca le prohibió seguir
danzando; aunque le advirtió que podía variar su orden si ella se
portaba “amablemente” con él. La gitana, sin dudarlo, le propinó
una bofetada antes de marcharse. Esmeralda siguió danzando; y
Cuasimodo, admirándola. Pero los soldados volvieron, esta vez para
secuestrarla violenta y salvajemente. Su fiel amigo bajó en su
ayuda; superó a la soldadesca con su fuerza descomunal y la rescató,
llevándola desmayada hasta lo alto del campanario. El gentío
azuzaba a los soldados para que disparasen. Así lo hicieron, dando
en el blanco. Cayó desfalleciente y Esmeralda, al despertar, creyó
morir a su lado. Era la más bella lección de amor que legaba el
jorobadito, en medio de una sociedad cruel y despiadada. Sonrió,
feliz, antes de morir en los brazos de la Gran Señora.
Autor: Victor
Hugo
No hay comentarios:
Publicar un comentario